El valor de un patrimonio
TERRÉ, Laura, “El valor de un patrimonio”, La Vanguardia, Barcelona, 29 de Mayo de 2011.
Últimamente los archivos fotográficos han dado que hablar: dispersión, descoordinación, falta de un criterio común de las instituciones... Es necesaria la creación de una red virtual que relacione los archivos existentes y fije los mismos criterios para todos ellos. Pero también conviene dejar clara la importancia cultural de ciertos archivos singulares y su valor como obra de autor. Si el fotógrafo ha entendido la fotografía como un medio de expresión, el archivo en su totalidad será de interés. Será prioritaria su preservación material y se tendrá que admitir su valoración económica, sin menoscabo de su categoría patrimonial –memorial y artística–, o a la inversa.
No hay que confundir el patrimonio inmaterial –documental y memorial– con el patrimonio material, físico, del archivo como objeto de arte y memoria, como depósito de luz. Poseer o no poseer archivos viene determinado por la institución –ya sea museo, biblioteca o fondo documental– y la tradición que la envuelve. El Estado tendrá que establecer las leyes y los acuerdos para preservar y vigilar ese bien cultural e histórico, como lo ha hecho con otros, ya sean edificios, zonas naturales u obras de arte, cuando el mercado entra en competencia.
¿Por qué no considerar el archivo fotográfico de autor obra total, digna del primer puesto en los museos? Aquí se ha impuesto el criterio de adquirir únicamente copias vintage, que contradice la ontología de la imagen fotográfica: la renovada calidad de su plasmación y su reproductividad infinita. Considerar obra exclusivamente las copias de época ofusca la potencia del medio para dialogar con las nuevas realidades a las que se enfrentará con el paso del tiempo. Cuanto más potente sea la autoría, más fructífera será la búsqueda futura, y no habrá peligro de traicionar al autor al dar forma a nuevas series y presentaciones. Debemos sacudirnos de encima la capa decimonónica que hasta el momento ha condicionado la compra de fotografía por parte de nuestros museos, con criterios propios de las bellas artes.
No es necesario crear un superarchivo de archivos en un costoso edificio. Sólo crear protocolos coherentes de actuación: localizar y diagnosticar, subvencionar o llegar a pactos con los depositarios. Y en el caso de que hubiera un interés patrimonial, proponer la compra. Un plan de catalogación que llevaría consigo la difusión del contenido de los archivos en publicaciones de referencia, fruto de una rigurosa investigación. Todo ello, funciones propias de nuestro todavía inexistente Centro Nacional de Fotografía.
Este plan de trabajo implica la preocupación por la durabilidad material. Es decir, no llega con escanear para conservar. A título de ejemplo: cuando Corbis, la agencia de la imagen creada por Bill Gates, adquiere el archivo Bettmann, hace su depósito en un almacén localizado en una mina de Pensilvania. Es obvio que la adquisición de esta importante colección fue para incorporar parte de sus 19 millones de fotografías escaneadas a su banco de imágenes, pero para conservar los originales –negativos y papel–, los guarda en una mina.
Este gesto de Gates de guardar la colección a 67 metros bajo tierra y sólo dejar una parte accesible a sus clientes incomodó a los investigadores: en su nuevo encierro, el contenido memorial queda mediatizado por los intereses políticos y de la empresa, tanto a corto como a largo plazo.
Las instituciones públicas deben observar de cerca estas maniobras y comprometerse a una valoración constante de los archivos, de su ubicación y de su accesibilidad. La sociedad tiene que estar informada acerca de su paradero. Y en algunos casos, antes de que pasen a manos privadas, las administraciones públicas tendrían que hacer el esfuerzo de adquirirlos para su restauración, análisis, transmisión y resignificación, como patrimonio que son.
Para reclamar el interés cultural de los archivos fotográficos, aquí en Catalunya se ha puesto en duda su valor como mercancía. Que las instituciones no quieran –o no puedan– pagar no quiere decir que los archivos no encuentren tarde o temprano un comprador. Las leyes del mercado no afectan el valor artístico de las obras, ni tampoco su interés memorial, pero pesan sobre su destino. El caso del archivo Bettmann es un buen ejemplo de cómo más allá de la explotación de un archivo existe un valor intrínseco de las piezas materiales que justifica su conservación a largo plazo, ya sea por desconfianza de los métodos digitales para preservar la memoria, ya sea por voluntad de atesorar su valor material.
Preocupa la cortedad de miras de nuestros responsables culturales cuando le dan a la fotografía tan sólo la vida de las copias que se han producido durante una generación.